31 de agosto de 1905
Esos eclipses. Esos que nos dejan ciegos y que lo llevan haciendo años y años. Pueden atraer multitud de personas. Con ellas, también, multitud de situaciones.
España es tan aburrida a veces, que una olvida que es lo que habla. No podré cambiar nunca que he nacido aquí. Algún día, si alguien se interesa en mi existencia, quizá diga que mi nacionalidad es española, a la par que mi religión desconocida y probablemente católica. ¡Cualquiera soporta tal insulto! Hoy por la calle me encontré con un montón de personas que se identificaban a sí mismos como astrónomos. Uno de ellos casi me tira lo que llevaba en la mano en la cabeza por confundirlos con los astrólogos que le hacen competencia a las brujas de las ferias de toda la vida. Hay que ver. Burgos nunca había sido tan interesante para lo que viene ser Europa. Varios de los "astrónomos" hablaban idiomas diferentes al español. Eso sí, todos parecían igual de concentrados en esperar y observar. Esperar y observar. Debe ser la raza de personas más aburrida de la maldita historia del pueblo español. Nunca había estado en Burgos, aparecer justo a la vez que toda esta gente, quizá era una pista sobre algo. Así que perseguí al más violento de todos y le robé lo que llevaba. Parecía un aparato para los ojos. Recuerdo haber corrido lejos de su visión, irónicamente, y haber encontrado una especie de campanario o algo parecido. No sólo me subí, sino que me sentí como una niña pequeña de nuevo. Sonreí, feliz, moviendo las piernas en el aire como si estuviese pescando mientras examinaba el objeto. Delante de mí estaban empezando a agruparse todos estos extraños personajes. Cuchicheaban, como si estuviesen tramando tomar el poder del pueblo sin previo
aviso ni opción a rendición. La verdad es que era divertido verlos desde allí arriba, pero la curiosidad empezaba a acosarme sin piedad. Había aparecido también la condenada familia real, maldita sea. Así que les clavé la mirada, imitando sus gestos algunas veces. Algunos, calvos, reflejaban la luz del sol, lo que los hacía muy, pero que muy, graciosos. Sus gafas me dejaban ciega en alguna que otra ocasión. Llegó un punto en el que maldije tanto reflejo. Pero también llegó un punto en el que los reflejos dejaron de producirse. Hubo como una oscuridad que empezó a surgir de la nada, los locos hormiguenses de allí abajo se habían puesto todos ese artilugio en los ojos. Así que eso hice yo. También miré para arriba, imitándolos del todo. Aquello fue... fantástico. Lo llaman eclipse. Ese sol, ese maldito sol que nos quema la piel y nos produce arrugas. Ese sol, el que nos acompaña por las mañanas y nos abandona por las noches. Ese sol, que se oculta en las nubes como un cobarde. Ese sol, había sido vencido por mi queridísima luna. Lo estaba ocultando. Era como demostrarle que el más grande, el más fuerte, no era el mejor. Por una vez, fue ella la que dominó. Por una vez, fue ella la que nos sumió en la oscuridad cuando le vino en gana. Se saltó los horarios, nos mandó a todos a nuestro sitio: de vuelta en el suelo.
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Eclipse
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