17 de agosto de 1999

Las primeras hojas que me encontré de Grieta fueron sobre el terremoto que más le afectó en su vida (y no digo el único porque todavía no he leído todos sus diarios). Lo que las noticias supieron transmitir fueron datos, números de personas y más datos sobre el desastre, pero lo que ella escribió fue lo siguiente:

Me despertaron los gritos. No veía nada, las luces fallaban, el maldito museo temblaba. Los gritos venían del exterior. Me costó unos segundos reubicarme, y cuando lo hice, no había más terremoto. Los gritos seguían. Era horrible. Inmediatamente después todo fue muy rápido. No se me ocurrió que nadie podía verme salir de allí, que estaba siendo ilegal, en un país no muy pacífico. Los turcos no me tenían en alta estima, la libertad de expresión no es lo suyo. Sin embargo, todo eso había desaparecido. Ya no era un país con atentados suicidas, bombas y castigado por la Unión Europea por no sé qué rollo de derechos humanos. Estaba escondida en una de esas infinitas puertas que tiene el dichoso Hagia Sophias, había caído algo del techo. Para salir de allí me vi con los mismo problemas que para entrar, y la memoria no es que me vaya excesivamente bien, así que no recordaba cómo había entrado. ¡Ni siquiera pasé allí una noche entera! Aquello era un caos. Un infernal caos. No gano para disgustos. Había una especie de humo, supuse que alguna caída cercana de algún edificio. Parecía una cárcel. No sólo no debía estar allí, sino que estaba tan perdida que no encontraba salida alguna. Al final, tendí a mi gran costumbre. Escalé todo lo que pude, le di un codazo a una de las ventanas y salí corriendo como si del mismo infierno estuviese escapando. El exterior no fue mucho mejor. Empecé a toser sin parar, llevándome la mano derecha a la boca. De poco ayudó. El codo sangraba. A dónde iría ahora. Confusión, cansancio, desorientación. Un buen cóctel.

Por fin encontré un lugar tranquilo, lo creas o no, todavía son las cuatro de la mañana. No estoy muy segura de qué hora era cuando me fui de allí, sólo sé que lo hice peor. El exterior fue peor, me costó demasiado encontrar otro refugio. La calle no era segura. Había cadáveres, llantos, gritos de desesperación, familias rotas. Quizá después de este desastre harán mejores edificios. Recuerdo el que ayudé a construir, era un chiste. Me pagaron con un maldito bocadillo, ni algo de beber me dieron. Recuerdo que eché a correr de forma tan estúpida, pero tan estúpida, que le di media vuelta al puto museo. Y no es pequeño el cabrón. Lo segundo que hice, después de darme una correspondiente bofetada por estúpida, fue ir a sentarme en el suelo, al lado de unos escombros. No era necesario, lo sé, pero tenía que vendarme el codo o iría a peor. En frente a mí llegó un hombre, aparentemente desarmado, con la cara deformada por el dolor. Tenía la cara mojada. Estaba llorando y le daba absolutamente igual. Clavó sus rojos ojos en mi cara, luego en mi codo y de nuevo me correspondió la mirada. Recuerdo la tensión. No he llegado a donde estoy por fiarme de la gente. Él seguía allí, parado, respirando fuerte, como para asegurarse de que seguía vivo. Entonces se arrodilló, se dejó caer. Le dio igual que fuesen piedras, cemento o maldita lava. Rompió a llorar. Agachó la cabeza esta vez, como rindiéndose y entonces vi que abrazaba una muñeca de trapo. Estaba manchada de rojo, supuse que era sangre. También supuse que sería de algún ser querido del


pobre hombre. Terminé de vendarme el hombro con parte de la chaqueta de tela que llevo conmigo y empecé a acercarme. A gatas, con los ojos clavados en sus manos y en su respiración. No permití que se me relajase la expresión, sería perder una pequeña batalla. Las impresiones son importantes. Intenté entender qué necesitaba para dejar de llorar, qué lo consolaría. Puede que me distrajese. Puede que no quisiese verlo. Soltó la muñeca y justo cuando yo estaba frente a él, extendiendo la mano para darle el consuelo que pudiese, se disparó en la frente. Le temblaban las manos. Le siguieron temblando décimas de segundo después. No me lo creí. Supongo que el cerebro necesita asumirlo poco a poco. Me quedé allí, sentada sobre mis rodillas. Con los ojos muy abiertos. Seguían escuchándose los gritos. Llantos. Esta vez algo más lejos. ¿Por qué lo habría hecho? Al fin y al cabo... sólo era un terremoto. Supongo que estamos todos locos. Locos de amor, locos de soledad, locos de cordura. Estamos, al final, demasiado solos como para soportarlos. No me separaré nunca de esta muñeca. Llamémosla Sardonia. Por la ironía.

Share:

0 comentarios