30 de agosto de 1957

Todos conocemos los quehaceres de las explosiones atómicas que se cargaron dos ciudades japonesas, y también sabemos que siguieron haciendo pruebas y que hubo una temporada en la que creíamos que moriríamos todos en una lucha atómica entre Rusia y Estados Unidos. Hubo una muchacha, de hecho, que lo vivió bien de cerca, ese miedo.

No sé qué hago en América. ¿Qué ha hecho ella por mí? He de decir que casi, CASI, me sentía más cómoda en un país machista como lo es el maldito México. No sé qué hago aquí. Supongo que el subconsciente me fue llevando hasta este maldito lugar. Malnacido el momento en el que se me ocurrió leer los diarios. No soy como ella, no lo conseguiré jamás. Me siento tan sola. Llevo trece años sin ella y parecen una eternidad mil veces mayor. Al borde de la treintena, la mayoría de mujeres están casadas ya, tan felices en sus casas con sus familias perfectas y su maldita manía de no tener necesidad de pensar. Odio sus vidas. Odio envidiarlas. Sólo puedo mirar el suelo por el que pisan y desear hacer ruido con esos tacones infernales. Deseo ser como ellas, o que dejen de existir. No existe punto medio. Sería tan feliz sin tener que competir con esas puertas de piernas largas. Demasiada presión, demasiada soledad. Ya sólo pienso gilipolleces. Hoy necesitaba aislarme un poco más, necesitaba ver a esa soledad, necesitaba mandar el mundo un poco a la mierda. Perder a tu mentora cuando tienes nada más que dieciséis malditos años no es algo digno de superar sola. Quizá sí lo sea. Quizá en mis brazos todavía siento la sangre de ella corriendo... Su mirada clavada en la mía. El frío... que me empezó a subir desde las piernas hasta la espalda, desde la nuca hasta el resto del cuerpo... Desembocando todo ese frío en unas lágrimas que no quisieron salir, que se encerraron en mí como la valentía que se me escapa, que se me escapaba, que se me seguirá

escapando años. Merecía tanto ser feliz. No fui capaz de ayudarla. Soy una condenada. Sola me ha dejado, sola merezco acabar. Estaba en una de las urbanizaciones de Las Vegas. Esos sitios que te parecen ridículos cuando has vivido la guerra tan de cerca. Son tan estúpidos, tan improbable su existencia. Sigo comiéndome la cabeza sobre a quién rayos pudo reconocer y perseguir justo antes de morir. No tenía sentido. No me lo dijo. Es tan gracioso que lo creyese innecesario. ¿Pero cómo iba a saberlo? ¿Cómo iba a saber que me desgarraría el corazón minutos después? ¿Cómo podía saber que me congelaría los ojos con esa sal tan odiada, con esas lágrimas olvidadas? No pude ni siquiera matar a su asesino. Cayó, muerto, antes de que lo viese disparar siquiera. Vuelven los escalofríos. Quería seguir hacia el norte. Anoche no tenía motivos suficientes para seguir viendo a esas putas de palacio fijo, seguir amargándome, seguir comiéndome con los ojos ese asfalto sobre el que ellas y sus malditos coches de colección repasaban. Hace doce días fue el aniversario de su muerte. Sigo sin superarla. Me ha abandonado, me ha obligado a seguir siendo una niña triste, sin personalidad ni futuro. Sin motivos. La echo de menos. A ella, a sus historias, a sus abrazos repentinos. A su locura, a sus ganas de vivir. Fue tantísimo lo que me regaló, que por un momento me volví tan loca como ella y les robé uno de esos malditos coches. Conduje toda la noche, dirección norte. Fue hoy, a las tantas de la madrugada, sin rastro del maldito sol o de un guiño de esas condenadas gasolineras. Fue hoy cuando la jodida tierra tembló bajo mis ruedas. Fue como volver a la maldita guerra. Fue hoy cuando giré el volante del coche en acto casi suicida. Fue hoy cuando salí de la carretera pensando en la muerte, en la sangre, en las lágrimas, en la soledad, en la guerra, en ella. Sobre todo lo demás, en ella.


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