19 de agosto de 1839

Hoy, que parece que hemos olvidado lo importante que es mirar a nuestro alrededor y buscar en el la belleza y lo curioso. Hoy, que le sacamos fotos a cualquier cosa, que de nuestras caras hay puros análisis de tantísimas veces que nos hemos grabado en eso que llamamos fotos ahora. Hoy, que parece que lo lógico es intentar guardarlo todo en nuestros teléfonos, quién sabe para qué si no somos capaces de vivir el momento. Hoy, es el día mundial de la fotografía.

Mi día no empezó demasiado bien. Un día corriente, una vida estropeada, una niña errónea. Eso era yo: alguien perdido en la nada del norte de los Pirineos. No sabía quién era ni por qué. Tan sólo limpiaba botas. Botas ajenas. Ya no soy lo suficiente pequeña como para pasar desadvertida, pero sí lo suficiente como para que me ignoren. Lo que recuerdo de la mañana de hoy es un señor maleducado que me pisó con los mismos zapatos que yo le había limpiado. Más adelante no hubo mucho más. Huí de España por alguna razón, no es mi sitio, o quizá dejó de serlo. ¿A quién le importa? La marca de mi brazo sólo me ayuda a asustar más a los demás. ¿Qué importa? Son como animales. Te ven una cicatriz y ya eres un monstruo o tienes la rabia. Malditos adultos. Ese sitio se llama París, o algo así, no estoy muy segura. Lo único que hice fue caminar hacia el norte, es lo que haría cualquiera, sabiendo que el sur no es para ti, pero París parecía estar en pleno apogeo. Caminaba sola, como no podía ser de otra manera cuando huyes sin rumbo. Digamos que mi única motivación era encontrar motivación. No es que lo pases muy bien cuando el único pensamiento que te viene a la cabeza es el de inútil, abandonada, pero no lloraría, al menos no delante de ninguno de ellos, eso era darles razón, era fallar. Y no podía fallar, sólo podía luchar, mirar hacia arriba y seguir caminando. Quizá se me escapase alguna lágrima, pero a quién no. Así que lo que hice esta mañana fue escupirle en la cara a ese adulto imbécil que se creía superior a los demás, y tan contenta me quedé cuando

eché a correr después. Recuerdo soltar auténticas carcajadas los primeros metros que se atrevió a perseguirme, pero digamos que no han tenido que correr nunca tanto como he tenido que hacerlo yo. Me cansé mucho más rápido, eso sí, tenía el pecho que me latía a la par que el corazón. Había merecido la pena. ¿Habrá hecho alguien lo que estoy haciendo yo? Sé que hay muchos vagabundos por el mundo, los veo en las calles, pidiendo, llorando, fingiendo ser débiles o siéndolo de verdad. Supongo que la vida los habrá tratado peor que ellos a ella. Nunca los defenderé, yo no soy así, no cederé jamás. Cuanto más daño intente hacerme esa reina enfadada, más aprenderé de ello. Juro que averiguaré todo lo que me oculta, aunque sea lo último que haga. Después de correr y de intentar sosegarme, decidí que mi venganza no se quedaría tan corta. Decidí pagar en él todas las injusticias que nos habían hecho a todos. Lo seguí. Tendría que saber si merecía justicia o si simplemente era imbécil. Lo seguí, durante demasiado tiempo, lo que quedaba de mis tripas empezaba a reclamar lo que era suyo, así que terminé dando por vencida mi venganza ideológica robándole el reloj de bolsillo. Mucha práctica. Estaba a punto de retorcerme sobre mí misma por el hambre, cuando conseguí, por fin, conquistar a un caballero gracias a ese condenado reloj. A saber qué tendría,

probablemente era más caro de lo que me quiso hacer creer. Lo bueno es que conseguí dos barras de pan enteras. No pude resistirme. Cuando vives al día te importa más bien poco el futuro. Lo de reservar no es sencillo cuando llevas sin comer Dios sabe cuánto. Estuve al lado del río, espantando algunos animales que se creían que compartiría con ellos mi manjar. Devoré aquello como si no hubiese mañana y me quedé allí un tiempo. Tenía los pies en el agua, las manos a ambos lados de mi cuerpo y la cabeza flotando alrededor o quizá bien lejos. Era un día como cualquier otro, normal, aburrido. Demasiados pensamientos en una cabeza demasiado pequeña. Tengo que dejarlos volar de una vez, pero no quieren, vuelven a mí, saben que los alimento. Me levanté, cogiendo algunas migas que me habían quedado en la ropa, se me escaparon. Tuve que gritarle a esas ratas voladoras que insistían. Por hacer algo nuevo, por cambiar o descubrir, quería seguir mi camino al norte, pero cuando me dio por cruzar la capital, había un grupo de personas que parecían haber olvidado su preocupación por las enfermedades que alguien como yo podía transmitirles. Caminé, despacio, acercándome, pero cuando llegué era demasiado tarde. Todos habían estado observando a un señor, había habido murmullos de sorpresa, incrédulos, pero asombrados. Así que decidí seguir a ese señor, yo también quería sorprenderme. Tuve que correr para alcanzarlo, parecía ensimismado en algo que llevaba en sus manos, era sorprendente. A mí todavía me costaba el francés, pero juraría

que murmuraba algo en ese idioma. Cuando entró en un sitio que más que un hogar parecía un taller, tuve que esperar bastante tiempo a que él volviese a salir. Tardó, casi medio día, pero cuando lo hizo, salió corriendo. Llego a estar menos atenta y me lo habría perdido. Así que ese era el momento: eché a correr yo también, dirección contraria a la suya, rezando para que no se hubiese llevado ese regalo. Entré, rebusqué y al fin, encontré, lo menos común que había visto en mi vida. Quizá no debería haberlo hecho. Quizá empeoraré la situación quedándome aquí, pero estoy segura, de que merecerá la pena contemplar todo lo posible este nuevo cuadro.

Share:

0 comentarios