22 de agosto de 2004
Hace, con la tontería, doce años ya, robaron dos de los cuadros más famosos del señor Edvard Munch en Oslo. Parece una locura, hoy día nadie se creería que dos de las obras más famosas de la historia estuvieron desaparecidas, en busca y captura, durante dos años (nada más y nada menos). Para que nos creamos la ilusión de seguridad que nos rodea.
El plan era perfecto. Era una de esas cosas que hacías segura de que saldría bien. Con toda la mierda que había últimamente, este sería, y la ironía va implícita, el último grito. Conocía a los chicos de hacía tiempo, aunque siempre tuvimos el cuidado de no conocer nuestros nombres reales, por si acaso. Yo nunca tuve que fingir, había perdido mi nombre real hacía años. Recuerdo el día que Grieta me dio los diarios. Había abandonado. Me había hecho sentir celosa de esa dichosa muñeca. Eso no se lo merece nadie, y aun así me trató mejor que el mundo entero. Maldita sea. Bueno, dejemos las melancolías innecesarias a un lado. El arte siempre me ha llamado la atención, debe ser una lacra que cargaré hasta el día de mi muerte. Me pierde, dejo de ser objetiva cuando la descubro. El mejor era, si duda alguna, El Grito. Munch era fantástico, puede que lo que más me gustase de sus obras era la polémica que liaban detrás. En un mundo lleno de hipócritas, supo serse fiel a sí mismo. Parece una tontería, un desvarío de alguien cuerdo en un mundo de locos. Sus obras reflejaban eso mismo: las sensaciones de un hombre nervioso, comido por su propio mundo interior. Curiosamente, a pesar de ser un hombre condenadamente religioso, en España nunca le dieron demasiado vuelo. Puede que eso suscitase aún más mi interés, si cabe. Me gustaba su manera de relacionar la tristeza, la angustia, el deseo, todo; lo relacionaba todo con la muerte, como si estuviese a nuestro alrededor constantemente, como si nada tuviese la más mínima importancia.
Sabia persona, condenada por su propio destino, qué se le va hacer. Era un insulto ver su obra en un simple museo, que ni siquiera se molestaba en proteger esas dichosas obras de arte. Probablemente fuesen la mayor expresión de la vida humana, y allí estaba, delante de mí, colgado de un alambre inútil. Era, cuanto menos, ridículo. Así que cuando decidimos dar el golpe, para mí era un toque de atención. Me daban igual los planes secundarios de mis compañeros, la verdad es que el honor entre ladrones sí, existe, pero limitado. Sabemos que tenemos un objetivo común, lo perseguiremos, no nos delataremos, pero tampoco indagaremos en los motivos que nos puedan llevar a ello. Daba igual si uno de nosotros era un nazi obsesionado con el legado ario, o si el otro era un marchante de arte que lo único que quería era llenar de babas algunas de las obras en las que había basado su personalidad. Al final, estamos todos un poco locos. Es curioso que yo no hablase ni pizca de noruego cuando llegué aquí, y que ahora más o menos me maneje, no para escribirlo, pero sí para entenderlo. Además, el tono suele influír de manera bestial, ya se sabe. Las emociones son universales, las llamemos como las llamemos. Así que hoy nos levantamos temprano, me habían conseguido el coche, negro, el más común, no como el coche, que tiraba una barbaridad y que me costó otra barbaridad dejarlo abandonado en aquel club de tenis. Eso sí, la adrenalina mereció la pena. Casi me da un infarto cuando empezaron a quitarle el marco a los cuadros, de hecho, en el
poco trayecto en el que conduje, casi nos salimos de la carretera por gritarles yo a la vez que conducía. Fue apasionante. Llegamos allí algo más tarde de las once. Ellos entraron en el museo a punta de pistola, no mataron a nadie, me lo habían prometido (aunque luego investigué en las noticias, por si acaso), aunque cuando vi que alguien había ingresado en el hospital, temí por mi vida, hasta el momento en el que averigüé que fue por nervios. Normal. Si yo, esperando fuera con el coche, creía que se me iba a salir el corazón del pecho, no me quiero imaginar lo que tuvieron que pasar los visitantes. Había sido reacia a no participar en la operación realmente, a ser la que esperaba. Es terriblemente frustrante esperar. ¿Qué hacer? ¿Qué no hacer? ¿Cuánto tiempo esperar? ¿Y si los cogían? ¿Y si el disparo que se oyó era de uno de los guardias de seguridad? ¿Y si vienen a por mí después? ¿Y si los cuadros han sufrido algún daño? ¿Estarían bien mis compañeros? Recuerdo estar apretando el volante con demasiada fuerza. Llevé guantes de cuero, los que utilizo para conducir, es un gustazo a la hora de llevar el coche durante varias horas. Aquellos guantes eran mi marca personal. Los guantes y estos diarios. Probablemente el concepto de vagabunda no era este para mi Grieta. Probablemente la estuviese decepcionando como Sardonia. Más me había decepcionado ella a mí. No se deja esta vida. No se abandona. No sé cómo se atrevió a abandonarme. Maldita cobarde. Seguía apretando el volante. Parecía arder en mis manos. Tenía la vista clavada en la
carretera, lista para acelerar. El motor encendido. A veces se me olvidaba pestañear. Empezaban a dolerme los ojos. Cuando salieron, no me lo creí. Era impresionante. Escuchaba los latidos de mi corazón a tanto volumen que casi no los escucho a ellos entrar en el coche. Aceleré con toda la adrenalina que había estado acumulando en el eterno momento que pasaron allí dentro. Sonreí. Recuerdo estar sonriendo el resto del día.
Tags:
Arte
Edvard Munch
0 comentarios