23 de agosto de 1973

Hace cuarenta y tres años sucedió algo bastante curioso, una escena de la que procede el llamado "Síndrome de Estocolmo". Que, yo no sé vosotros, pero a mí nunca se me ocurrió pensar por qué demonios se apellidaría de Estocolmo. ¿Poca curiosidad? No lo creo, asimilación inconsciente, más bien. Nos encontramos ante el punto de vista de La Vagabunda, y de cómo lo ha vivido ella.

Es como si mis peores miedos se estuviesen haciendo realidad. No sólo estoy sola y probablemente no encuentre jamás una Sardonia, sino que no estoy haciendo bien mi trabajo. Se supone que el objetivo de todo esto es encontrar tu hogar, enseñar una nueva forma de ver el mundo. Sin injusticias y sin límites. Es un tema complicado, quizá ni siquiera yo lo haya entendido bien. Quién sabe. Llevo casi treinta años caminando sola por el mundo. Supongo que habrá casos peores, ¿pero cuándo te importa eso si no te puedes cuidar a ti misma? Hoy llegué a Estocolmo, me dejé ver por el centro, para ver si hacía sentir culpable a algún que otro ricachón. Suele subirme la moral. Vagué, por las calles, como sin rumbo, como si lloviese. De pronto, como si mis pies empezasen a caminar por si mismos, aceleré el ritmo. Vagando sin rumbo, dando probablemente vueltas inútiles. Vi una pareja que bailaba en frente a un señor con un ukelele. Sonreí. No pude seguir caminando. Me quedé allí, pasmada, frente a ellos. Mirándolos como si fuese lo que más desease del mundo. Y probablemente lo fuese. ¿Me habría equivocado? Igual mi vida no estaba hecha para ser vagabunda. Igual era verdad que no me merecía el nombre de Grieta. Debí estar allí durante demasiado tiempo, porque el músico empezó a fijarse en mí como si lo asustase. Decidí acercarme. No tenía ni idea del idioma que hablaban allí, así que lo único que se me ocurrió fue extender los brazos pidiéndole el

instrumento. La pareja ya se había ido, pero el señor parecía simpático. Debía tener más o menos mi edad. Tenía unos ojos bonitos, una expresión singular, con los ojos quizá algo tristes, pero la barba de un montón de días sin preocuparse por su aspecto me daba confianza. Era de la calaña.  Yo sé tocar el ukelele. O por lo menos debería, dado que antes de empezar con esta vida viví entre guitarras. Lo echaba de menos. No ese mundo lleno de indiferencia, pero sí las guitarras. Era como tener amigas de madera. Así que cuando me prestó su amigo de madera y se me quedó mirando, esperando por mi reacción, me puse a tocar lo primero que se ocurrió. Una retransmisión en directo de lo que estaba pasando por mi cabeza. No me sentía tan viva desde que vi el eclipse, hace un par de meses. Solté toda mi soledad, la liberé de la jaula en la que me había encerrado con ella y toqué. Dejé que mis dedos resbalasen por las cuerdas como si las acariciasen, como si quisiesen fundirse. Di vueltas sobre mí misma. Aún no había dejado de sonreír. Llegó un momento en el que se me escapó una carcajada. Era feliz. Por fin, fui feliz. Me liberé de todo ese ladrillo que era la duda. La maldita duda, allá donde vayas te seguirá. Pero ya no a mí, nunca más. No recuerdo el nombre del señor. Probablemente no me lo dijo nunca. Era guapo. Me hizo sentir joven. Gracias a él y a su corazón de madera pude recordar por qué me metí en esto. Por qué merece la pena seguir. Por qué sigo viva.

Parece una tontería, lo sé, pero fue una emoción tan grande, que todavía sonrío ahora al escribirlo. Esa fue la sonrisa que me acompañó hasta más allá de aquel compañero de profesión. Seguí recorriendo las calles, esta vez con una nueva visión. Como descubriendo una nueva ciudad en la misma. Así que cuando llegué al centro, y me encontré con que secuestraban a un grupo de personas en un banco, no pude más que preocuparme. Por todos ellos y por los policías. ¿Qué demonios estaría pensando el armado? ¿En serio le iba a salir bien aquel encierro? Pero si estaba rodeado. Hubo un momento en el que creí de verdad que se saldría con la suya. Habían llevado a un tío que tenía pinta de recluso, quizá algún trato entre el armado y la policía. Estuve muy pendiente de todo lo que ocurrió, de lo que dejaban ver, de los detalles que decían, pero aquello parecía alargarse. De hecho, muy probablemente todavía estén allí recluidos. Me pareció realmente curioso que los rehenes se negasen a encerrarse en el baño para alejarse del secuestrador. ¿No deberían estar muertos de miedo? ¿Por qué no rehuyen su compañía? Ironías de la vida. Puede que no sea la única que se siente sola.

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