25 de agosto de 1688

Hace trescientos veintiocho años, un pirata inglés, nombrado caballero por sus grandes logros en contra del Imperio Español, muere en Lawrencefield, Jamaica. El motivo de su muerte fue nada más y nada menos que tranquilito en su cama. Es bien curioso que, entre los más sanguinarios y crueles hijos de la gran puta, la mayoría, no paguen por sus crímenes. ¿O sí?

Henry Morgan había utilizado a Grieta de escudo humano. Henry Morgan había utilizado la que había sido mi mentora y razón de vivir durante los primeros años de mi vida. Henry Morgan mató a Grieta. Fue en Portobelo. Fue veinte años atrás, pero no lo he olvidado. Recuerdo perfectamente aquel momento. El momento en el que la utilizó como un maldito trozo de carne para ocultarse a sí mismo. Maldito cobarde. Llevo buscándolo y persiguiéndolo desde entonces. Caminando tras él en los callejones, disfrutando de la imagen de su muerte. Llevo años barajando cómo destruir su vida. Veinte años. Me importa bien poco quién sea, o lo que halla hecho a favor del pueblo. No me lo creo. Nadie tiene derecho a ser tan cobarde y rico. Sir Henry Morgan morirá hoy. Llevo conmigo la espada más hermosa que jamás puede haberse forjado. Y no por el hecho de ser una espada, de ser excesivamente brillante o de valer demasiado oro. Es la mejor espada, es mi querida Sardonia, porque ella es la que ensarté en uno de los malditos bucaneros que apoyaban a Morgan. De haber cogido al mismísimo gobernador, lo habría ensartado también. La piratería hay que saber vivirla. Hay que saber a quién estás destrozando. Y hay que saber si lo has hecho bien. Porque si dejas que yo, Sardonia de nacimiento, Grieta por condición, viva para ver la muerte, veré también la tuya. Maldito bastardo. Pasé afilando a Sardonia todo el día, haciendo guardia en la puerta de la casa

de este caballero sin escrúpulos, de este cerdo sin corazón. Eso haría, ¿arrancarle el corazón? Quizá una muerte demasiado rápida. Merecía sufrir. Merecía recordar a Grieta. Mi Grieta. Merecía ver su rostro antes de morir, pero no el rostro de tristeza, rabia y dolor que tuve que soportar. No. Merece verla sonreír, merece ver cómo se ríe de él en frente a su muerte. Merece morir como el hipócrita que es. Maldito anciano inerte. Traidor. A los de su patria y a los de su calaña. ¿Cómo se ha atrevido a luchar en contra de la piratería, cuando prácticamente la inventó él, muchos años atrás? Ahora, que me ha hecho crecer en el odio y la venganza, ha de enfrentarse a todos sus fantasmas. Aparecerá el de la muerte, y esperará, esperará por la justicia que este indeseable merece. Debería cortarle la cabeza y llevarla arrastrándola por los pelos ensangrentados por los aposentos de todos a los que traicionó, de todos a los que destrozó, de todos sus aliados, y del rey. El maldito Rey de Inglaterra. Probablemente ni siquiera supiese qué papel había firmado, qué había concedido con su estúpida firma. Inútil Carlos II. Nombrando caballero, hombre del rey, a un canalla como lo fue esta escoria. Debería llevarle la cabeza, debería ensartarla en una de sus malnacidas lanzas y dejársela encima de su lecho. Quizás así se daría cuenta, ínfimamente, de lo que ha hecho. Quizás así se dará cuenta de lo que se hace por vengar un amor. Grieta era mi amor. Mi mentora, mi protectora, la persona a la que más he admirado entre todos los hombres de la tierra. La persona con el corazón más grande que la maldita isla de Tortuga, contando a todos los allí presentes, cuyos corazones no llegaban ni a una maldita nuez. Todo este desgarro, este dolor, estos recuerdos que me están acribillando el corazón a balazo sin compasión, toda esta tristeza, esta impotencia que me hace llorar en estas palabras. Todo eso, se lo clavaré al malnacido Henry Morgan. Y el que se atreva a ocultarlo, correrá la misma suerte.

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