18 de agosto de 1944
A este día le he cogido especial cariño por los hechos que ocurrieron tanto antes, como después. Es curioso como grandes acontecimientos nos afectan a todos desde lo más pequeño. Y justo cuando sientes que no te importa nada de lo que le pase a nadie que no seas tú: te equivocas.
Me llamo Grieta. Por fin he conseguido ese jodido nombre; pero no te creerás por lo que ha tenido que pasar mi predecesora para darme el nombre. Llevo toda la noche intentando dormir. Nunca había visto morir a nadie, mucho menos de una manera tan brutal como hoy lo ha sido. Llevaba con ella un par de meses, aprendiendo, cogiéndole cariño, intentando que ella me lo cogiese a mí. Parece mentira que pueda arrepentirme de algo así. Estuvimos escondidas mucho tiempo, la ocupación alemana de París nos había fastidiado los planes, no lo teníamos previsto, pero claro, quién predecía a ese malnacido alemán. Veníamos de un pequeño pueblo cercano a Lyon. Habíamos andado una barbaridad. Me dolían los pies, los tengo en carne viva todavía. Claro, después de lo de hoy, no podía ser de otra manera. No consigo cerrar los ojos del todo, es como si al cerrarlos volviese a ver todos los disparos, los gritos y las muertes. Tanta rapidez, tan poco tiempo a reaccionar, y a la vez tan lento, tan doloroso. En el sur estábamos bien, es bonito olvidarte de la guerra de vez en cuando. Cuando la conocí recuerdo no haberme creído a esa mujer. El pensamiento fue como un rayo, pero se quedó conmigo "Esa mujer es un error". Como se suele decir, o nació demasiado pronto o demasiado tarde. La envidiaba, siempre la envidiaré. Era una gran mujer. Mejor que todos los que nos rodearon hoy. O al menos, probablemente. Sé que estoy incumpliendo parte de las normas al no contar sólo lo que pasé hoy, y como quiero ser una buena vagabunda, me limitaré a ello, o lo intentaré.
Llegamos a París hoy mismo. Parecía una locura. Era de madrugada, de noche, aunque parecía que no salía el sol en París desde hacía mucho tiempo. Al parecer, unos días atrás los civiles habían empezado a sublevarse de manera brutal contra la ocupación. Manadas y manadas de coches iban en dirección contraria a la nuestra, ayudó a que llegásemos sin llamar demasiado la atención. Parecía que los del otro bando, los llamados aliados, estaban llegando a la ciudad, y nunca estaré del todo segura de si los que huían eran de un bando o de otro. No sé por qué me trajo hasta aquí. Es como si hubiese sabido desde el principio dónde y cómo quería morir. Estaba loca, maldita sea. Estamos locas, todas nosotras, todos nosotros. No seré capaz de encontrar a una Sardonia jamás. Nos recuerdo a las dos, escondidas detrás de uno de los edificios en los que regalan comida. No sé si a todos o sólo a ella. Nos trajo dos bocadillos. El mío lo devoré como si fuese el primero y el último, todo a la vez. No recuerdo cuándo fue la última vez que vi comida antes de eso. La calle parecía estar despertando, el sol había salido ya y nosotras debíamos encontrar dónde escondernos. Acabamos ayudando a construir una de las barricadas que se estaban formando a mansalva en las calles, era fácil, cargar, soltar, cargar, soltar. No había que pensar demasiado, me liberó un poco. Los problemas llegaron después. Tonta de mí no haber pensado en las consecuencias de una barricada antes. Algunos de los vehículos tuvieron que pararse, empezaron los gritos, de ambos bandos. Miré a mi alrededor y
parecía estar sucediendo lo mismo en todas las calles. Mi antecesora me tiró al suelo de golpe antes de que me alcanzasen. Nunca se me ocurrió pensar que me clasificarían en algún bando. Ella me miró con los ojos muy grandes, ardiendo, apretando los dientes: "¡Cómo se te ocurre, imbécil! Nos ocultamos, siempre. Más aún en estos casos.". Asentí por lo menos diez veces, cerrando la boca para que no escuchase mi respiración acelerada. Ella me agarró de la mano, lo que agradecí. Sonrió, elevando su cabeza sólo hasta el punto en el que sus ojos sobrepasaban la barricada. No sé lo que vio. Quizá un saludo, quizá un antiguo amigo, quizá a su predecesora, si no había muerto ya. Su rostro cambió. De golpe. Se congeló. La sonrisa desapareció, hasta, unos segundos después, casi pasado un minuto, la recuperó muchísimo más sincera. Tiró de mí, andando agachadas hasta llegar a la pared y nos colamos por un callejón que olía mucho peor que cualquier otro lugar en el que hubiésemos dormido. Caminamos, cada vez más rápido. Ella parecía seguir a alguien. Nos estábamos acercando a los gritos. Porque sí, había como disparos y una mayor violencia, y parecía también que ese era nuestro objetivo. Lo primero que vi, fue la gran Notre-Dame. Prácticamente después, bajamos unas escaleras. Yo estaba totalmente perdida, pero ella parecía conocer a la perfección el lugar. Se quedó mirando un rato el río. Lo que hizo que también yo, lo contemplase. Del otro lado estaba el epicentro de todo el error. Saltó. Y yo salté detrás. Nadamos hasta la otra orilla. Pensé en lo útiles que eran
los puentes y en cómo le gustaba a mi antecesora la dramatización. Yo estaba como en shock. Totalmente en otro mundo. Como si no hubiese una maldita guerra dentro de otra guerra a nuestro alrededor. Demasiada catástrofe. ¿Qué clase de mundo es este que la permite a semejante escala? Una vez llegamos allí me sacudí como un perro, era como me sentía. Un perro mojado. Ella echó a correr de nuevo, sin darme la mano esta vez. Parecía que también se le había olvidado todo lo demás. La seguí, ciega, fe ciega en ella. Ya no se escuchaba nada más que la guerra. Estaban en frente a otro gran edificio, parecía que querían entrar. Supongo que funcionaría como un símbolo. La, por aquel entonces todavía Grieta, esperó. Estábamos escondidas tras una barricada, sin arma, sin nada. Ella esperaba. Parecía un perro ansioso. Un perro mojado y ansioso que llevaba sin comer mucho tiempo. Yo sólo era un perro mojado. De pronto, retrocedieron los del gran edificio. Los de fuera siguieron disparando, pero empezaron a entrar, entre vítores y gritos de alegría. Yo no me dejé contagiar, a estas alturas estás más atenta. Ella había dado un pequeño salto en el sitio, como lista para dar uno bastante más grande y salir pitando. Empezó a entrar gente en el gran edificio, y fue ahí cuando ella se unió a los gritos de alegría, se convirtió en una de ellos, encontró su sitio. Saltó la barricada, antes de que pudiese darme cuenta, pero se acordó de mí y se giró, dándole la espalda al enemigo. Nunca, le des la espalda al enemigo. Yo estaba del otro lado, asustada ahora sí,
siendo ese el único sentimiento. Una niña pequeña asustada. Eso era. Ella me miró como si fuese mi madre, y casi lo había sido, me cogió de ambas manos, por encima de la barricada. Ella en su hogar, yo todavía en busca del mío. Dejó de ser Grieta en ese instante. En el edificio grande todavía había enemigos, enemigos caídos, derrotados; pero enemigos armados y desesperados. Uno de ellos saltó por la ventana, pero de nada de esto nos dimos cuenta Grieta y yo, porque parecía estar transmitiéndome con su mirada todo el cariño que nos había faltado en nuestra vida. Cogió, tiró de mis manos y me abrazó con más fuerza de la que un perro mojado tiene. Fue, en ese maldito instante, cuando el enemigo cobarde que saltó por la ventana para huir hacia su muerte, le disparó. A ella y a todo lo que pudo antes de caer abatido. Pero ellos no me importaban. Importaba ella. En mis brazos. Murió en mis brazos. Fue como si un diamante se hubiese roto. Dolor. Frío.
Tags:
Segunda Guerra Mundial
0 comentarios