Esos eclipses. Esos que nos dejan ciegos y que lo llevan haciendo años y años. Pueden atraer multitud de personas. Con ellas, también, multitud de situaciones.
España es tan aburrida a veces, que una olvida que es lo que habla. No podré cambiar nunca que he nacido aquí. Algún día, si alguien se interesa en mi existencia, quizá diga que mi nacionalidad es española, a la par que mi religión desconocida y probablemente católica. ¡Cualquiera soporta tal insulto! Hoy por la calle me encontré con un montón de personas que se identificaban a sí mismos como astrónomos. Uno de ellos casi me tira lo que llevaba en la mano en la cabeza por confundirlos con los astrólogos que le hacen competencia a las brujas de las ferias de toda la vida. Hay que ver. Burgos nunca había sido tan interesante para lo que viene ser Europa. Varios de los "astrónomos" hablaban idiomas diferentes al español. Eso sí, todos parecían igual de concentrados en esperar y observar. Esperar y observar. Debe ser la raza de personas más aburrida de la maldita historia del pueblo español. Nunca había estado en Burgos, aparecer justo a la vez que toda esta gente, quizá era una pista sobre algo. Así que perseguí al más violento de todos y le robé lo que llevaba. Parecía un aparato para los ojos. Recuerdo haber corrido lejos de su visión, irónicamente, y haber encontrado una especie de campanario o algo parecido. No sólo me subí, sino que me sentí como una niña pequeña de nuevo. Sonreí, feliz, moviendo las piernas en el aire como si estuviese pescando mientras examinaba el objeto. Delante de mí estaban empezando a agruparse todos estos extraños personajes. Cuchicheaban, como si estuviesen tramando tomar el poder del pueblo sin previo
aviso ni opción a rendición. La verdad es que era divertido verlos desde allí arriba, pero la curiosidad empezaba a acosarme sin piedad. Había aparecido también la condenada familia real, maldita sea. Así que les clavé la mirada, imitando sus gestos algunas veces. Algunos, calvos, reflejaban la luz del sol, lo que los hacía muy, pero que muy, graciosos. Sus gafas me dejaban ciega en alguna que otra ocasión. Llegó un punto en el que maldije tanto reflejo. Pero también llegó un punto en el que los reflejos dejaron de producirse. Hubo como una oscuridad que empezó a surgir de la nada, los locos hormiguenses de allí abajo se habían puesto todos ese artilugio en los ojos. Así que eso hice yo. También miré para arriba, imitándolos del todo. Aquello fue... fantástico. Lo llaman eclipse. Ese sol, ese maldito sol que nos quema la piel y nos produce arrugas. Ese sol, el que nos acompaña por las mañanas y nos abandona por las noches. Ese sol, que se oculta en las nubes como un cobarde. Ese sol, había sido vencido por mi queridísima luna. Lo estaba ocultando. Era como demostrarle que el más grande, el más fuerte, no era el mejor. Por una vez, fue ella la que dominó. Por una vez, fue ella la que nos sumió en la oscuridad cuando le vino en gana. Se saltó los horarios, nos mandó a todos a nuestro sitio: de vuelta en el suelo.

Todos conocemos los quehaceres de las explosiones atómicas que se cargaron dos ciudades japonesas, y también sabemos que siguieron haciendo pruebas y que hubo una temporada en la que creíamos que moriríamos todos en una lucha atómica entre Rusia y Estados Unidos. Hubo una muchacha, de hecho, que lo vivió bien de cerca, ese miedo.
No sé qué hago en América. ¿Qué ha hecho ella por mí? He de decir que casi, CASI, me sentía más cómoda en un país machista como lo es el maldito México. No sé qué hago aquí. Supongo que el subconsciente me fue llevando hasta este maldito lugar. Malnacido el momento en el que se me ocurrió leer los diarios. No soy como ella, no lo conseguiré jamás. Me siento tan sola. Llevo trece años sin ella y parecen una eternidad mil veces mayor. Al borde de la treintena, la mayoría de mujeres están casadas ya, tan felices en sus casas con sus familias perfectas y su maldita manía de no tener necesidad de pensar. Odio sus vidas. Odio envidiarlas. Sólo puedo mirar el suelo por el que pisan y desear hacer ruido con esos tacones infernales. Deseo ser como ellas, o que dejen de existir. No existe punto medio. Sería tan feliz sin tener que competir con esas puertas de piernas largas. Demasiada presión, demasiada soledad. Ya sólo pienso gilipolleces. Hoy necesitaba aislarme un poco más, necesitaba ver a esa soledad, necesitaba mandar el mundo un poco a la mierda. Perder a tu mentora cuando tienes nada más que dieciséis malditos años no es algo digno de superar sola. Quizá sí lo sea. Quizá en mis brazos todavía siento la sangre de ella corriendo... Su mirada clavada en la mía. El frío... que me empezó a subir desde las piernas hasta la espalda, desde la nuca hasta el resto del cuerpo... Desembocando todo ese frío en unas lágrimas que no quisieron salir, que se encerraron en mí como la valentía que se me escapa, que se me escapaba, que se me seguirá
escapando años. Merecía tanto ser feliz. No fui capaz de ayudarla. Soy una condenada. Sola me ha dejado, sola merezco acabar. Estaba en una de las urbanizaciones de Las Vegas. Esos sitios que te parecen ridículos cuando has vivido la guerra tan de cerca. Son tan estúpidos, tan improbable su existencia. Sigo comiéndome la cabeza sobre a quién rayos pudo reconocer y perseguir justo antes de morir. No tenía sentido. No me lo dijo. Es tan gracioso que lo creyese innecesario. ¿Pero cómo iba a saberlo? ¿Cómo iba a saber que me desgarraría el corazón minutos después? ¿Cómo podía saber que me congelaría los ojos con esa sal tan odiada, con esas lágrimas olvidadas? No pude ni siquiera matar a su asesino. Cayó, muerto, antes de que lo viese disparar siquiera. Vuelven los escalofríos. Quería seguir hacia el norte. Anoche no tenía motivos suficientes para seguir viendo a esas putas de palacio fijo, seguir amargándome, seguir comiéndome con los ojos ese asfalto sobre el que ellas y sus malditos coches de colección repasaban. Hace doce días fue el aniversario de su muerte. Sigo sin superarla. Me ha abandonado, me ha obligado a seguir siendo una niña triste, sin personalidad ni futuro. Sin motivos. La echo de menos. A ella, a sus historias, a sus abrazos repentinos. A su locura, a sus ganas de vivir. Fue tantísimo lo que me regaló, que por un momento me volví tan loca como ella y les robé uno de esos malditos coches. Conduje toda la noche, dirección norte. Fue hoy, a las tantas de la madrugada, sin rastro del maldito sol o de un guiño de esas condenadas gasolineras. Fue hoy cuando la jodida tierra tembló bajo mis ruedas. Fue como volver a la maldita guerra. Fue hoy cuando giré el volante del coche en acto casi suicida. Fue hoy cuando salí de la carretera pensando en la muerte, en la sangre, en las lágrimas, en la soledad, en la guerra, en ella. Sobre todo lo demás, en ella.

Parece que lo de dominar el aire nos viene de atrás, pues hoy se cumplen muchos años desde que el LZ 127
Graf Zeppelin recorrió el mundo en 128 horas. Ahí es nada. Era un dirigible alemán, nombrado por el señor Ferdinand von Zeppelin, un noble también alemán. Mientras tanto, una de nuestras queridas vagabundas hacía honor a su nombre, descolocando el mundo terrestre desde Lakehurst, en Nueva Jersey.
Las casas aquí son preciosas. Parece mentira, sólo he tenido que recorrerme todo el país. Es como un mundo diferente, no sólo la gente y la nación en sí. No se parecen en nada. Admiro su capacidad para permanecer unidos en un mismo estado. Es brutal. Siempre me recuerda lo complicado y sencillo que es llevarse bien al mismo tiempo. Supongo que soy una romántica. No leería tanto si no fuese así. Ay... hoy espero ansiosa la llegada del dirigible. Cuando me enteré no pude más que saltar de alegría, casi me como mi propio pelo de tanto que me moví, debería lavarlo más a menudo. ¡Estaban haciendo realidad a Verne! Bueno, a su manera. Porque Verne hablaba del globo aerostático en el que un día volaré, pero un dirigible tampoco estaba mal. Nunca he visto uno. De hecho, por eso escribo ahora, para intentar distraerme en la espera. Me tiemblan las piernas. Estoy sentada en el bar de una amiga que cada vez que me ve me invita a una infusión, para intentar calmarme los nervios, me dijo la primera vez. Yo sé que le caí bien. No arriesgas tu trabajo invitando a una persona sin dinero por "calmarle los nervios". Ella lo sabe, yo también, y tan felices. Para compensarla, o para torturarla quizá, suelo contarle algunas de las historias que me han pasado, o de las que les pasaron a mis predecesoras. Como aquella en la que Grieta creyó que rescataba a una sirena y así lo anotó. Hay que ver, la imaginación humana. Siempre cuento esa historia como si efectivamente aquella hubiese
sido una sirena. Me gusta crear esos mundos mágicos, como hacía Houdini. Murió hace tres años. No recuerdo haber estado tan triste en mi vida. Había tanta gente en el entierro. Murió como vivió. Extrañamente. Pero volviendo a lo que nos ocupa, no puedo dejar de pensar en cuánta gente bajará del dirigible, si podré colarme y sobretodo, qué consecuencias tendrá para los alemanes. No me fío ni un pelo, aun cuando están consiguiendo cosas con las que los mortales nos atrevemos a soñar. Todas las personas, hombre mujer, alemán o no, tendemos a creernos más poderosos de lo que somos. Probablemente todo eso venga de que la gente ya no mira a las estrellas, ni a los fantásticos animalillos acuáticos ni a las lámparas infinitas de la noche. Supongo, que esa patología no puede curarla una sola persona. Claro que esa persona quizá no sea ya, y dado el hecho de que más bien pocos se dejan llevar por el espíritu aventurero. Ese que tiene una mano tentadora que te arrastra por el mundo sin ton ni son, quizá para enseñarte insospechados descubrimientos, quizá por jugar con tu existencia. Seguro que lo llaman destino, yo lo llamo matar el tiempo. Ya sé lo que voy a hacer. Voy a perseguir al primer estreñido que baje de ese dirigible, le voy a robar el billete, y voy a empezar a decir que me disfracé de hombre para estrenar ese fantástico dirigible y, de paso, no quitarle el mérito a la única mujer que se supone que viaja en él. No estoy hecha para la historia. Pero el billete que consiga, lo guardaré aquí para esa mano tentadora y todas sus consecuencias.

El mundo de la magia es aquel en el que algunos creemos, el mundo de los trucos, el de la ilusión, la imaginación. Creer que hay algo más que lo que aparece a simple vista. Es como un símbolo de que en el mundo hay mucho más de lo que vemos y de que merece la pena luchar por él y por cuidarlo. Al menos, así lo veo yo, y así veo el trabajo del señor Harry Houdini. Gran genio, mejor persona.
Aquí estoy. Después de tantos años de quejas, lucha y desgracias: tan feliz en Van Ness Avenue, tumbada al sol. Acabo de releer los diarios de mis predecesoras, por curiosidad, sinceramente. La que más me llamó la atención fue la dueña de uno de los dibujos más expresivos que he visto en mi vida. era el dibujo de una fotografía. He estado indagando, y creo que fue una de las primeras fotografías. Siempre hablaba de lo que le fascinaba y de los grandes momentos que le habría gustado grabar para siempre. Supongo que por eso se dedicó al dibujo en cuerpo y alma. Sin embargo, nunca me comentó nada. La veía, con la nariz enterrada en el último de estos diarios, dibujando como una posesa, sin ton ni son. Los ojos rojos, la cara comida por falta de alimento. Pero brillaba, toda ella brillaba de emoción, como si lo que estuviese haciendo la hiciese la persona más feliz en el mundo entero. Cada vez que releo estos diarios es como un viaje en el tiempo, para que digan que es imposible. Hoy sentía la necesidad de caminar, de sentir la luz del sol, o como lo llaman aquí sunbathe. A saber cómo se pronuncia. Me ha pasado algo muy, pero que muy curioso, que me ha hecho sonreír. Me gustaría poder expresarlo con palabras, así que lo intentaré con todas mis fuerzas, aunque probablemente no sea lo mío, tendré que dejar mis migas de pan también yo. Quizá mi Sardonia encuentre estos diarios y cuando me vea con la nariz enterrada en ellos no lo entenderá. Yo no seré así. Yo le
enseñaré lo que hago, se lo mostraré. Quizá sea demasiado distante, quizá no. Tampoco estoy muy segura de estar preparada para enseñarle nada a nadie. Echo de menos París. Leerlo en los diarios no me ha ayudado demasiado. Aunque supongo que echar de menos un lugar al que puedes volver tampoco es muy útil. En realidad es más que probable que eche de menos los días que pasé allí, el amor que encontré. Quizá soy la primera vagabunda que dejó atrás un hogar sincero voluntariamente. Algún día tendré que volver. De todos modos, dejo de divagar. La actuación que he visto hoy me ha llenado los ojos como a mi Grieta se los llenaba dibujar. Estuve aquí mismo, tumbada ante un sol más temprano, aburrida, cuando vi a un par de personas echar a correr hacia el acuario, y como en la naturaleza de una está, lo contagioso es perseguir la alegría y compartir ese hermoso virus durante un tiempo. ¡Por lo que allí fui! Riendo yo sola, como casi siempre, dejando caras de estupefacción a mí alrededor. Cuando llegué, no me lo creí. La actuación era de un hombre con un historial bastante interesante, se llamaba Houdini, o algo así. Conocí a su mujer, se habían casado trece años atrás. Aquello fue espectacular. Se había atrapado a sí mismo bajo el agua. En un tanque. Fue sorprendente. Me abrió los ojos al mundo aún más si cabe. No hubo palabras. Sólo...escalofríos.

Hace trescientos veintiocho años, un pirata inglés, nombrado caballero por sus grandes logros en contra del Imperio Español, muere en Lawrencefield, Jamaica. El motivo de su muerte fue nada más y nada menos que tranquilito en su cama. Es bien curioso que, entre los más sanguinarios y crueles hijos de la gran puta, la mayoría, no paguen por sus crímenes. ¿O sí?
Henry Morgan había utilizado a Grieta de escudo humano. Henry Morgan había utilizado la que había sido mi mentora y razón de vivir durante los primeros años de mi vida. Henry Morgan mató a Grieta. Fue en Portobelo. Fue veinte años atrás, pero no lo he olvidado. Recuerdo perfectamente aquel momento. El momento en el que la utilizó como un maldito trozo de carne para ocultarse a sí mismo. Maldito cobarde. Llevo buscándolo y persiguiéndolo desde entonces. Caminando tras él en los callejones, disfrutando de la imagen de su muerte. Llevo años barajando cómo destruir su vida. Veinte años. Me importa bien poco quién sea, o lo que halla hecho a favor del pueblo. No me lo creo. Nadie tiene derecho a ser tan cobarde y rico. Sir Henry Morgan morirá hoy. Llevo conmigo la espada más hermosa que jamás puede haberse forjado. Y no por el hecho de ser una espada, de ser excesivamente brillante o de valer demasiado oro. Es la mejor espada, es mi querida Sardonia, porque ella es la que ensarté en uno de los malditos bucaneros que apoyaban a Morgan. De haber cogido al mismísimo gobernador, lo habría ensartado también. La piratería hay que saber vivirla. Hay que saber a quién estás destrozando. Y hay que saber si lo has hecho bien. Porque si dejas que yo, Sardonia de nacimiento, Grieta por condición, viva para ver la muerte, veré también la tuya. Maldito bastardo. Pasé afilando a Sardonia todo el día, haciendo guardia en la puerta de la casa
de este caballero sin escrúpulos, de este cerdo sin corazón. Eso haría, ¿arrancarle el corazón? Quizá una muerte demasiado rápida. Merecía sufrir. Merecía recordar a Grieta. Mi Grieta. Merecía ver su rostro antes de morir, pero no el rostro de tristeza, rabia y dolor que tuve que soportar. No. Merece verla sonreír, merece ver cómo se ríe de él en frente a su muerte. Merece morir como el hipócrita que es. Maldito anciano inerte. Traidor. A los de su patria y a los de su calaña. ¿Cómo se ha atrevido a luchar en contra de la piratería, cuando prácticamente la inventó él, muchos años atrás? Ahora, que me ha hecho crecer en el odio y la venganza, ha de enfrentarse a todos sus fantasmas. Aparecerá el de la muerte, y esperará, esperará por la justicia que este indeseable merece. Debería cortarle la cabeza y llevarla arrastrándola por los pelos ensangrentados por los aposentos de todos a los que traicionó, de todos a los que destrozó, de todos sus aliados, y del rey. El maldito Rey de Inglaterra. Probablemente ni siquiera supiese qué papel había firmado, qué había concedido con su estúpida firma. Inútil Carlos II. Nombrando caballero, hombre del rey, a un canalla como lo fue esta escoria. Debería llevarle la cabeza, debería ensartarla en una de sus malnacidas lanzas y dejársela encima de su lecho. Quizás así se daría cuenta, ínfimamente, de lo que ha hecho. Quizás así se dará cuenta de lo que se hace por vengar un amor. Grieta era mi amor. Mi mentora, mi protectora, la persona a la que más he admirado entre todos los hombres de la tierra. La persona con el corazón más grande que la maldita isla de Tortuga, contando a todos los allí presentes, cuyos corazones no llegaban ni a una maldita nuez. Todo este desgarro, este dolor, estos recuerdos que me están acribillando el corazón a balazo sin compasión, toda esta tristeza, esta impotencia que me hace llorar en estas palabras. Todo eso, se lo clavaré al malnacido Henry Morgan. Y el que se atreva a ocultarlo, correrá la misma suerte.

Este debe, o debería ser, el primer diario de la primera vagabunda. Probablemente ni siquiera ella supiese lo que estaba haciendo. Probablemente no esperaba enfrentarse a lo que se enfrentó. Probablemente. No fue escrito originalmente en español, como el resto de los encontrados hasta ahora, pero gracias a una fuerte labor de traducción, aquí está el resultado. Un día como hoy, en el año 79, el Vesubio sepultaba Pompeya hasta los cimientos.
No llevo con Menandro toda mi vida. Nunca quiso enseñarme a escribir. Las mujeres no le servimos para eso. Yo aprendí robando cartas. Practicando y deduciendo. Un amigo esclavo ayudó. No me gusta estar aquí. De mi túnica poco queda del tono rojo, ya sólo es marrón sucio. No me gustó teñirme el pelo. Yo soy rubia. Ahora moriré pelirroja. Falsa. Menandro está en la cama, muerto de miedo. Por la mañana fui a mis clases de escritura con mi amigo esclavo. Somos esclavos los dos, pero él atiende a hombres igual que yo. Menandro me había sacado del Lupanar, pero no me había dejado cambiar mi aspecto. Era un viejo morboso. Le gustaba el poder. Le gustaba fardar de sus posesiones. Entre ellas, yo. Cuando venían a casa y yo había cosido mi túnica para ocultarme, él me rompía la zona del pecho con fuerza al igual que la parte baja de la espalda. Todas las veces lo hacía. Yo cosía la túnica cada noche. No quiero morir. Quiero luchar por mi vida, por la que este cerdo me arrebató. Me arrancaron de un hogar que nunca fue mío para encerrarme como un pajarito en otra cárcel más exclusiva. Ese cerdo merecía morir. Todos los cerdos de la ciudad lo merecían. Y esas harpías. Probablemente fuesen ellas las hipócritas. Esas que miran con desprecio mi pelo teñido. Esta ciudad está llena de demonios. No quiero morir. No me gusta estar aquí. Escribiré esto con la esperanza de dejar constancia de lo que ha ocurrido. Odio. Odio y rencor. No llevaba despierta
demasiado tiempo cuando empezaron los temblores otra vez. Hacía unos días que los pequeños terremotos no importaban a nadie. La gente caminaba por las calles como si no le afectase lo más mínimo. Yo acabo de volver. Vi aquel árbol de humo. Lo vi ascendiendo por el volcán sin demora. El fuego no tardaría en aparecer. No reaccioné. No sentí nada. Volví a casa. Menandro sigue asustado encima de la cama. Muerto de miedo. Yo escribo. Escribo para el futuro. Para demostrar que se puede luchar por la vida. Da igual lo que venga, da igual qué muerte sea. Se puede. Yo maté a Menandro. Lo ahogué con mis propias manos. Ahora descansaré aquí, abrazada a ti, mi futuro. Desaparecerás. Quizá debería esconderte entre ladrillos. Quizá te encuentren y entiendan. Quizá la muerte de Menandro se conocerá y no quedará resto de sus riquezas ni sus amistades. Falsos. Como mi pelo.
Hace cuarenta y tres años sucedió algo bastante curioso, una escena de la que procede el llamado "Síndrome de Estocolmo". Que, yo no sé vosotros, pero a mí nunca se me ocurrió pensar por qué demonios se apellidaría
de Estocolmo. ¿Poca curiosidad? No lo creo, asimilación inconsciente, más bien. Nos encontramos ante el punto de vista de La Vagabunda, y de cómo lo ha vivido ella.
Es como si mis peores miedos se estuviesen haciendo realidad. No sólo estoy sola y probablemente no encuentre jamás una Sardonia, sino que no estoy haciendo bien mi trabajo. Se supone que el objetivo de todo esto es encontrar tu hogar, enseñar una nueva forma de ver el mundo. Sin injusticias y sin límites. Es un tema complicado, quizá ni siquiera yo lo haya entendido bien. Quién sabe. Llevo casi treinta años caminando sola por el mundo. Supongo que habrá casos peores, ¿pero cuándo te importa eso si no te puedes cuidar a ti misma? Hoy llegué a Estocolmo, me dejé ver por el centro, para ver si hacía sentir culpable a algún que otro ricachón. Suele subirme la moral. Vagué, por las calles, como sin rumbo, como si lloviese. De pronto, como si mis pies empezasen a caminar por si mismos, aceleré el ritmo. Vagando sin rumbo, dando probablemente vueltas inútiles. Vi una pareja que bailaba en frente a un señor con un ukelele. Sonreí. No pude seguir caminando. Me quedé allí, pasmada, frente a ellos. Mirándolos como si fuese lo que más desease del mundo. Y probablemente lo fuese. ¿Me habría equivocado? Igual mi vida no estaba hecha para ser vagabunda. Igual era verdad que no me merecía el nombre de Grieta. Debí estar allí durante demasiado tiempo, porque el músico empezó a fijarse en mí como si lo asustase. Decidí acercarme. No tenía ni idea del idioma que hablaban allí, así que lo único que se me ocurrió fue extender los brazos pidiéndole el
instrumento. La pareja ya se había ido, pero el señor parecía simpático. Debía tener más o menos mi edad. Tenía unos ojos bonitos, una expresión singular, con los ojos quizá algo tristes, pero la barba de un montón de días sin preocuparse por su aspecto me daba confianza. Era de la calaña. Yo sé tocar el ukelele. O por lo menos debería, dado que antes de empezar con esta vida viví entre guitarras. Lo echaba de menos. No ese mundo lleno de indiferencia, pero sí las guitarras. Era como tener amigas de madera. Así que cuando me prestó su amigo de madera y se me quedó mirando, esperando por mi reacción, me puse a tocar lo primero que se ocurrió. Una retransmisión en directo de lo que estaba pasando por mi cabeza. No me sentía tan viva desde que vi el eclipse, hace un par de meses. Solté toda mi soledad, la liberé de la jaula en la que me había encerrado con ella y toqué. Dejé que mis dedos resbalasen por las cuerdas como si las acariciasen, como si quisiesen fundirse. Di vueltas sobre mí misma. Aún no había dejado de sonreír. Llegó un momento en el que se me escapó una carcajada. Era feliz. Por fin, fui feliz. Me liberé de todo ese ladrillo que era la duda. La maldita duda, allá donde vayas te seguirá. Pero ya no a mí, nunca más. No recuerdo el nombre del señor. Probablemente no me lo dijo nunca. Era guapo. Me hizo sentir joven. Gracias a él y a su corazón de madera pude recordar por qué me metí en esto. Por qué merece la pena seguir. Por qué sigo viva.
Parece una tontería, lo sé, pero fue una emoción tan grande, que todavía sonrío ahora al escribirlo. Esa fue la sonrisa que me acompañó hasta más allá de aquel compañero de profesión. Seguí recorriendo las calles, esta vez con una nueva visión. Como descubriendo una nueva ciudad en la misma. Así que cuando llegué al centro, y me encontré con que secuestraban a un grupo de personas en un banco, no pude más que preocuparme. Por todos ellos y por los policías. ¿Qué demonios estaría pensando el armado? ¿En serio le iba a salir bien aquel encierro? Pero si estaba rodeado. Hubo un momento en el que creí de verdad que se saldría con la suya. Habían llevado a un tío que tenía pinta de recluso, quizá algún trato entre el armado y la policía. Estuve muy pendiente de todo lo que ocurrió, de lo que dejaban ver, de los detalles que decían, pero aquello parecía alargarse. De hecho, muy probablemente todavía estén allí recluidos. Me pareció realmente curioso que los rehenes se negasen a encerrarse en el baño para alejarse del secuestrador. ¿No deberían estar muertos de miedo? ¿Por qué no rehuyen su compañía? Ironías de la vida. Puede que no sea la única que se siente sola.

Hace, con la tontería, doce años ya, robaron dos de los cuadros más famosos del señor Edvard Munch en Oslo. Parece una locura, hoy día nadie se creería que dos de las obras más famosas de la historia estuvieron desaparecidas, en busca y captura, durante dos años (nada más y nada menos). Para que nos creamos la ilusión de seguridad que nos rodea.
El plan era perfecto. Era una de esas cosas que hacías segura de que saldría bien. Con toda la mierda que había últimamente, este sería, y la ironía va implícita, el último grito. Conocía a los chicos de hacía tiempo, aunque siempre tuvimos el cuidado de no conocer nuestros nombres reales, por si acaso. Yo nunca tuve que fingir, había perdido mi nombre real hacía años. Recuerdo el día que Grieta me dio los diarios. Había abandonado. Me había hecho sentir celosa de esa dichosa muñeca. Eso no se lo merece nadie, y aun así me trató mejor que el mundo entero. Maldita sea. Bueno, dejemos las melancolías innecesarias a un lado. El arte siempre me ha llamado la atención, debe ser una lacra que cargaré hasta el día de mi muerte. Me pierde, dejo de ser objetiva cuando la descubro. El mejor era, si duda alguna, El Grito. Munch era fantástico, puede que lo que más me gustase de sus obras era la polémica que liaban detrás. En un mundo lleno de hipócritas, supo serse fiel a sí mismo. Parece una tontería, un desvarío de alguien cuerdo en un mundo de locos. Sus obras reflejaban eso mismo: las sensaciones de un hombre nervioso, comido por su propio mundo interior. Curiosamente, a pesar de ser un hombre condenadamente religioso, en España nunca le dieron demasiado vuelo. Puede que eso suscitase aún más mi interés, si cabe. Me gustaba su manera de relacionar la tristeza, la angustia, el deseo, todo; lo relacionaba todo con la muerte, como si estuviese a nuestro alrededor constantemente, como si nada tuviese la más mínima importancia.
Sabia persona, condenada por su propio destino, qué se le va hacer. Era un insulto ver su obra en un simple museo, que ni siquiera se molestaba en proteger esas dichosas obras de arte. Probablemente fuesen la mayor expresión de la vida humana, y allí estaba, delante de mí, colgado de un alambre inútil. Era, cuanto menos, ridículo. Así que cuando decidimos dar el golpe, para mí era un toque de atención. Me daban igual los planes secundarios de mis compañeros, la verdad es que el honor entre ladrones sí, existe, pero limitado. Sabemos que tenemos un objetivo común, lo perseguiremos, no nos delataremos, pero tampoco indagaremos en los motivos que nos puedan llevar a ello. Daba igual si uno de nosotros era un nazi obsesionado con el legado ario, o si el otro era un marchante de arte que lo único que quería era llenar de babas algunas de las obras en las que había basado su personalidad. Al final, estamos todos un poco locos. Es curioso que yo no hablase ni pizca de noruego cuando llegué aquí, y que ahora más o menos me maneje, no para escribirlo, pero sí para entenderlo. Además, el tono suele influír de manera bestial, ya se sabe. Las emociones son universales, las llamemos como las llamemos. Así que hoy nos levantamos temprano, me habían conseguido el coche, negro, el más común, no como el coche, que tiraba una barbaridad y que me costó otra barbaridad dejarlo abandonado en aquel club de tenis. Eso sí, la adrenalina mereció la pena. Casi me da un infarto cuando empezaron a quitarle el marco a los cuadros, de hecho, en el
poco trayecto en el que conduje, casi nos salimos de la carretera por gritarles yo a la vez que conducía. Fue apasionante. Llegamos allí algo más tarde de las once. Ellos entraron en el museo a punta de pistola, no mataron a nadie, me lo habían prometido (aunque luego investigué en las noticias, por si acaso), aunque cuando vi que alguien había ingresado en el hospital, temí por mi vida, hasta el momento en el que averigüé que fue por nervios. Normal. Si yo, esperando fuera con el coche, creía que se me iba a salir el corazón del pecho, no me quiero imaginar lo que tuvieron que pasar los visitantes. Había sido reacia a no participar en la operación realmente, a ser la que esperaba. Es terriblemente frustrante esperar. ¿Qué hacer? ¿Qué no hacer? ¿Cuánto tiempo esperar? ¿Y si los cogían? ¿Y si el disparo que se oyó era de uno de los guardias de seguridad? ¿Y si vienen a por mí después? ¿Y si los cuadros han sufrido algún daño? ¿Estarían bien mis compañeros? Recuerdo estar apretando el volante con demasiada fuerza. Llevé guantes de cuero, los que utilizo para conducir, es un gustazo a la hora de llevar el coche durante varias horas. Aquellos guantes eran mi marca personal. Los guantes y estos diarios. Probablemente el concepto de vagabunda no era este para mi Grieta. Probablemente la estuviese decepcionando como Sardonia. Más me había decepcionado ella a mí. No se deja esta vida. No se abandona. No sé cómo se atrevió a abandonarme. Maldita cobarde. Seguía apretando el volante. Parecía arder en mis manos. Tenía la vista clavada en la
carretera, lista para acelerar. El motor encendido. A veces se me olvidaba pestañear. Empezaban a dolerme los ojos. Cuando salieron, no me lo creí. Era impresionante. Escuchaba los latidos de mi corazón a tanto volumen que casi no los escucho a ellos entrar en el coche. Aceleré con toda la adrenalina que había estado acumulando en el eterno momento que pasaron allí dentro. Sonreí. Recuerdo estar sonriendo el resto del día.
Hoy, que parece que hemos olvidado lo importante que es mirar a nuestro alrededor y buscar en el la belleza y lo curioso. Hoy, que le sacamos fotos a cualquier cosa, que de nuestras caras hay puros análisis de tantísimas veces que nos hemos grabado en eso que llamamos fotos ahora. Hoy, que parece que lo lógico es intentar guardarlo todo en nuestros teléfonos, quién sabe para qué si no somos capaces de vivir el momento. Hoy, es el día mundial de la fotografía.
Mi día no empezó demasiado bien. Un día corriente, una vida estropeada, una niña errónea. Eso era yo: alguien perdido en la nada del norte de los Pirineos. No sabía quién era ni por qué. Tan sólo limpiaba botas. Botas ajenas. Ya no soy lo suficiente pequeña como para pasar desadvertida, pero sí lo suficiente como para que me ignoren. Lo que recuerdo de la mañana de hoy es un señor maleducado que me pisó con los mismos zapatos que yo le había limpiado. Más adelante no hubo mucho más. Huí de España por alguna razón, no es mi sitio, o quizá dejó de serlo. ¿A quién le importa? La marca de mi brazo sólo me ayuda a asustar más a los demás. ¿Qué importa? Son como animales. Te ven una cicatriz y ya eres un monstruo o tienes la rabia. Malditos adultos. Ese sitio se llama París, o algo así, no estoy muy segura. Lo único que hice fue caminar hacia el norte, es lo que haría cualquiera, sabiendo que el sur no es para ti, pero París parecía estar en pleno apogeo. Caminaba sola, como no podía ser de otra manera cuando huyes sin rumbo. Digamos que mi única motivación era encontrar motivación. No es que lo pases muy bien cuando el único pensamiento que te viene a la cabeza es el de inútil, abandonada, pero no lloraría, al menos no delante de ninguno de ellos, eso era darles razón, era fallar. Y no podía fallar, sólo podía luchar, mirar hacia arriba y seguir caminando. Quizá se me escapase alguna lágrima, pero a quién no. Así que lo que hice esta mañana fue escupirle en la cara a ese adulto imbécil que se creía superior a los demás, y tan contenta me quedé cuando
eché a correr después. Recuerdo soltar auténticas carcajadas los primeros metros que se atrevió a perseguirme, pero digamos que no han tenido que correr nunca tanto como he tenido que hacerlo yo. Me cansé mucho más rápido, eso sí, tenía el pecho que me latía a la par que el corazón. Había merecido la pena. ¿Habrá hecho alguien lo que estoy haciendo yo? Sé que hay muchos vagabundos por el mundo, los veo en las calles, pidiendo, llorando, fingiendo ser débiles o siéndolo de verdad. Supongo que la vida los habrá tratado peor que ellos a ella. Nunca los defenderé, yo no soy así, no cederé jamás. Cuanto más daño intente hacerme esa reina enfadada, más aprenderé de ello. Juro que averiguaré todo lo que me oculta, aunque sea lo último que haga. Después de correr y de intentar sosegarme, decidí que mi venganza no se quedaría tan corta. Decidí pagar en él todas las injusticias que nos habían hecho a todos. Lo seguí. Tendría que saber si merecía justicia o si simplemente era imbécil. Lo seguí, durante demasiado tiempo, lo que quedaba de mis tripas empezaba a reclamar lo que era suyo, así que terminé dando por vencida mi venganza ideológica robándole el reloj de bolsillo. Mucha práctica. Estaba a punto de retorcerme sobre mí misma por el hambre, cuando conseguí, por fin, conquistar a un caballero gracias a ese condenado reloj. A saber qué tendría,
probablemente era más caro de lo que me quiso hacer creer. Lo bueno es que conseguí dos barras de pan enteras. No pude resistirme. Cuando vives al día te importa más bien poco el futuro. Lo de reservar no es sencillo cuando llevas sin comer Dios sabe cuánto. Estuve al lado del río, espantando algunos animales que se creían que compartiría con ellos mi manjar. Devoré aquello como si no hubiese mañana y me quedé allí un tiempo. Tenía los pies en el agua, las manos a ambos lados de mi cuerpo y la cabeza flotando alrededor o quizá bien lejos. Era un día como cualquier otro, normal, aburrido. Demasiados pensamientos en una cabeza demasiado pequeña. Tengo que dejarlos volar de una vez, pero no quieren, vuelven a mí, saben que los alimento. Me levanté, cogiendo algunas migas que me habían quedado en la ropa, se me escaparon. Tuve que gritarle a esas ratas voladoras que insistían. Por hacer algo nuevo, por cambiar o descubrir, quería seguir mi camino al norte, pero cuando me dio por cruzar la capital, había un grupo de personas que parecían haber olvidado su preocupación por las enfermedades que alguien como yo podía transmitirles. Caminé, despacio, acercándome, pero cuando llegué era demasiado tarde. Todos habían estado observando a un señor, había habido murmullos de sorpresa, incrédulos, pero asombrados. Así que decidí seguir a ese señor, yo también quería sorprenderme. Tuve que correr para alcanzarlo, parecía ensimismado en algo que llevaba en sus manos, era sorprendente. A mí todavía me costaba el francés, pero juraría
que murmuraba algo en ese idioma. Cuando entró en un sitio que más que un hogar parecía un taller, tuve que esperar bastante tiempo a que él volviese a salir. Tardó, casi medio día, pero cuando lo hizo, salió corriendo. Llego a estar menos atenta y me lo habría perdido. Así que ese era el momento: eché a correr yo también, dirección contraria a la suya, rezando para que no se hubiese llevado ese regalo. Entré, rebusqué y al fin, encontré, lo menos común que había visto en mi vida. Quizá no debería haberlo hecho. Quizá empeoraré la situación quedándome aquí, pero estoy segura, de que merecerá la pena contemplar todo lo posible este nuevo cuadro.
A este día le he cogido especial cariño por los hechos que ocurrieron tanto antes, como después. Es curioso como grandes acontecimientos nos afectan a todos desde lo más pequeño. Y justo cuando sientes que no te importa nada de lo que le pase a nadie que no seas tú: te equivocas.
Me llamo Grieta. Por fin he conseguido ese jodido nombre; pero no te creerás por lo que ha tenido que pasar mi predecesora para darme el nombre. Llevo toda la noche intentando dormir. Nunca había visto morir a nadie, mucho menos de una manera tan brutal como hoy lo ha sido. Llevaba con ella un par de meses, aprendiendo, cogiéndole cariño, intentando que ella me lo cogiese a mí. Parece mentira que pueda arrepentirme de algo así. Estuvimos escondidas mucho tiempo, la ocupación alemana de París nos había fastidiado los planes, no lo teníamos previsto, pero claro, quién predecía a ese malnacido alemán. Veníamos de un pequeño pueblo cercano a Lyon. Habíamos andado una barbaridad. Me dolían los pies, los tengo en carne viva todavía. Claro, después de lo de hoy, no podía ser de otra manera. No consigo cerrar los ojos del todo, es como si al cerrarlos volviese a ver todos los disparos, los gritos y las muertes. Tanta rapidez, tan poco tiempo a reaccionar, y a la vez tan lento, tan doloroso. En el sur estábamos bien, es bonito olvidarte de la guerra de vez en cuando. Cuando la conocí recuerdo no haberme creído a esa mujer. El pensamiento fue como un rayo, pero se quedó conmigo "Esa mujer es un error". Como se suele decir, o nació demasiado pronto o demasiado tarde. La envidiaba, siempre la envidiaré. Era una gran mujer. Mejor que todos los que nos rodearon hoy. O al menos, probablemente. Sé que estoy incumpliendo parte de las normas al no contar sólo lo que pasé hoy, y como quiero ser una buena vagabunda, me limitaré a ello, o lo intentaré.
Llegamos a París hoy mismo. Parecía una locura. Era de madrugada, de noche, aunque parecía que no salía el sol en París desde hacía mucho tiempo. Al parecer, unos días atrás los civiles habían empezado a sublevarse de manera brutal contra la ocupación. Manadas y manadas de coches iban en dirección contraria a la nuestra, ayudó a que llegásemos sin llamar demasiado la atención. Parecía que los del otro bando, los llamados aliados, estaban llegando a la ciudad, y nunca estaré del todo segura de si los que huían eran de un bando o de otro. No sé por qué me trajo hasta aquí. Es como si hubiese sabido desde el principio dónde y cómo quería morir. Estaba loca, maldita sea. Estamos locas, todas nosotras, todos nosotros. No seré capaz de encontrar a una Sardonia jamás. Nos recuerdo a las dos, escondidas detrás de uno de los edificios en los que regalan comida. No sé si a todos o sólo a ella. Nos trajo dos bocadillos. El mío lo devoré como si fuese el primero y el último, todo a la vez. No recuerdo cuándo fue la última vez que vi comida antes de eso. La calle parecía estar despertando, el sol había salido ya y nosotras debíamos encontrar dónde escondernos. Acabamos ayudando a construir una de las barricadas que se estaban formando a mansalva en las calles, era fácil, cargar, soltar, cargar, soltar. No había que pensar demasiado, me liberó un poco. Los problemas llegaron después. Tonta de mí no haber pensado en las consecuencias de una barricada antes. Algunos de los vehículos tuvieron que pararse, empezaron los gritos, de ambos bandos. Miré a mi alrededor y
parecía estar sucediendo lo mismo en todas las calles. Mi antecesora me tiró al suelo de golpe antes de que me alcanzasen. Nunca se me ocurrió pensar que me clasificarían en algún bando. Ella me miró con los ojos muy grandes, ardiendo, apretando los dientes: "¡Cómo se te ocurre, imbécil! Nos ocultamos, siempre. Más aún en estos casos.". Asentí por lo menos diez veces, cerrando la boca para que no escuchase mi respiración acelerada. Ella me agarró de la mano, lo que agradecí. Sonrió, elevando su cabeza sólo hasta el punto en el que sus ojos sobrepasaban la barricada. No sé lo que vio. Quizá un saludo, quizá un antiguo amigo, quizá a su predecesora, si no había muerto ya. Su rostro cambió. De golpe. Se congeló. La sonrisa desapareció, hasta, unos segundos después, casi pasado un minuto, la recuperó muchísimo más sincera. Tiró de mí, andando agachadas hasta llegar a la pared y nos colamos por un callejón que olía mucho peor que cualquier otro lugar en el que hubiésemos dormido. Caminamos, cada vez más rápido. Ella parecía seguir a alguien. Nos estábamos acercando a los gritos. Porque sí, había como disparos y una mayor violencia, y parecía también que ese era nuestro objetivo. Lo primero que vi, fue la gran Notre-Dame. Prácticamente después, bajamos unas escaleras. Yo estaba totalmente perdida, pero ella parecía conocer a la perfección el lugar. Se quedó mirando un rato el río. Lo que hizo que también yo, lo contemplase. Del otro lado estaba el epicentro de todo el error. Saltó. Y yo salté detrás. Nadamos hasta la otra orilla. Pensé en lo útiles que eran
los puentes y en cómo le gustaba a mi antecesora la dramatización. Yo estaba como en shock. Totalmente en otro mundo. Como si no hubiese una maldita guerra dentro de otra guerra a nuestro alrededor. Demasiada catástrofe. ¿Qué clase de mundo es este que la permite a semejante escala? Una vez llegamos allí me sacudí como un perro, era como me sentía. Un perro mojado. Ella echó a correr de nuevo, sin darme la mano esta vez. Parecía que también se le había olvidado todo lo demás. La seguí, ciega, fe ciega en ella. Ya no se escuchaba nada más que la guerra. Estaban en frente a otro gran edificio, parecía que querían entrar. Supongo que funcionaría como un símbolo. La, por aquel entonces todavía Grieta, esperó. Estábamos escondidas tras una barricada, sin arma, sin nada. Ella esperaba. Parecía un perro ansioso. Un perro mojado y ansioso que llevaba sin comer mucho tiempo. Yo sólo era un perro mojado. De pronto, retrocedieron los del gran edificio. Los de fuera siguieron disparando, pero empezaron a entrar, entre vítores y gritos de alegría. Yo no me dejé contagiar, a estas alturas estás más atenta. Ella había dado un pequeño salto en el sitio, como lista para dar uno bastante más grande y salir pitando. Empezó a entrar gente en el gran edificio, y fue ahí cuando ella se unió a los gritos de alegría, se convirtió en una de ellos, encontró su sitio. Saltó la barricada, antes de que pudiese darme cuenta, pero se acordó de mí y se giró, dándole la espalda al enemigo. Nunca, le des la espalda al enemigo. Yo estaba del otro lado, asustada ahora sí,
siendo ese el único sentimiento. Una niña pequeña asustada. Eso era. Ella me miró como si fuese mi madre, y casi lo había sido, me cogió de ambas manos, por encima de la barricada. Ella en su hogar, yo todavía en busca del mío. Dejó de ser Grieta en ese instante. En el edificio grande todavía había enemigos, enemigos caídos, derrotados; pero enemigos armados y desesperados. Uno de ellos saltó por la ventana, pero de nada de esto nos dimos cuenta Grieta y yo, porque parecía estar transmitiéndome con su mirada todo el cariño que nos había faltado en nuestra vida. Cogió, tiró de mis manos y me abrazó con más fuerza de la que un perro mojado tiene. Fue, en ese maldito instante, cuando el enemigo cobarde que saltó por la ventana para huir hacia su muerte, le disparó. A ella y a todo lo que pudo antes de caer abatido. Pero ellos no me importaban. Importaba ella. En mis brazos. Murió en mis brazos. Fue como si un diamante se hubiese roto. Dolor. Frío.
Las primeras hojas que me encontré de Grieta fueron sobre el terremoto que más le afectó en su vida (y no digo el único porque todavía no he leído todos sus diarios). Lo que las noticias supieron transmitir fueron datos, números de personas y más datos sobre el desastre, pero lo que ella escribió fue lo siguiente:
Me despertaron los gritos. No veía nada, las luces fallaban, el maldito museo temblaba. Los gritos venían del exterior. Me costó unos segundos reubicarme, y cuando lo hice, no había más terremoto. Los gritos seguían. Era horrible. Inmediatamente después todo fue muy rápido. No se me ocurrió que nadie podía verme salir de allí, que estaba siendo ilegal, en un país no muy pacífico. Los turcos no me tenían en alta estima, la libertad de expresión no es lo suyo. Sin embargo, todo eso había desaparecido. Ya no era un país con atentados suicidas, bombas y castigado por la Unión Europea por no sé qué rollo de derechos humanos. Estaba escondida en una de esas infinitas puertas que tiene el dichoso Hagia Sophias, había caído algo del techo. Para salir de allí me vi con los mismo problemas que para entrar, y la memoria no es que me vaya excesivamente bien, así que no recordaba cómo había entrado. ¡Ni siquiera pasé allí una noche entera! Aquello era un caos. Un infernal caos. No gano para disgustos. Había una especie de humo, supuse que alguna caída cercana de algún edificio. Parecía una cárcel. No sólo no debía estar allí, sino que estaba tan perdida que no encontraba salida alguna. Al final, tendí a mi gran costumbre. Escalé todo lo que pude, le di un codazo a una de las ventanas y salí corriendo como si del mismo infierno estuviese escapando. El exterior no fue mucho mejor. Empecé a toser sin parar, llevándome la mano derecha a la boca. De poco ayudó. El codo sangraba. A dónde iría ahora. Confusión, cansancio, desorientación. Un buen cóctel.
Por fin encontré un lugar tranquilo, lo creas o no, todavía son las cuatro de la mañana. No estoy muy segura de qué hora era cuando me fui de allí, sólo sé que lo hice peor. El exterior fue peor, me costó demasiado encontrar otro refugio. La calle no era segura. Había cadáveres, llantos, gritos de desesperación, familias rotas. Quizá después de este desastre harán mejores edificios. Recuerdo el que ayudé a construir, era un chiste. Me pagaron con un maldito bocadillo, ni algo de beber me dieron. Recuerdo que eché a correr de forma tan estúpida, pero tan estúpida, que le di media vuelta al puto museo. Y no es pequeño el cabrón. Lo segundo que hice, después de darme una correspondiente bofetada por estúpida, fue ir a sentarme en el suelo, al lado de unos escombros. No era necesario, lo sé, pero tenía que vendarme el codo o iría a peor. En frente a mí llegó un hombre, aparentemente desarmado, con la cara deformada por el dolor. Tenía la cara mojada. Estaba llorando y le daba absolutamente igual. Clavó sus rojos ojos en mi cara, luego en mi codo y de nuevo me correspondió la mirada. Recuerdo la tensión. No he llegado a donde estoy por fiarme de la gente. Él seguía allí, parado, respirando fuerte, como para asegurarse de que seguía vivo. Entonces se arrodilló, se dejó caer. Le dio igual que fuesen piedras, cemento o maldita lava. Rompió a llorar. Agachó la cabeza esta vez, como rindiéndose y entonces vi que abrazaba una muñeca de trapo. Estaba manchada de rojo, supuse que era sangre. También supuse que sería de algún ser querido del
pobre hombre. Terminé de vendarme el hombro con parte de la chaqueta de tela que llevo conmigo y empecé a acercarme. A gatas, con los ojos clavados en sus manos y en su respiración. No permití que se me relajase la expresión, sería perder una pequeña batalla. Las impresiones son importantes. Intenté entender qué necesitaba para dejar de llorar, qué lo consolaría. Puede que me distrajese. Puede que no quisiese verlo. Soltó la muñeca y justo cuando yo estaba frente a él, extendiendo la mano para darle el consuelo que pudiese, se disparó en la frente. Le temblaban las manos. Le siguieron temblando décimas de segundo después. No me lo creí. Supongo que el cerebro necesita asumirlo poco a poco. Me quedé allí, sentada sobre mis rodillas. Con los ojos muy abiertos. Seguían escuchándose los gritos. Llantos. Esta vez algo más lejos. ¿Por qué lo habría hecho? Al fin y al cabo... sólo era un terremoto. Supongo que estamos todos locos. Locos de amor, locos de soledad, locos de cordura. Estamos, al final, demasiado solos como para soportarlos. No me separaré nunca de esta muñeca. Llamémosla Sardonia. Por la ironía.
